Dicen que lo más importante debe decirse siempre al principio y al final de un texto. El mensaje te penetra como tinta al papel, dejándote marcado de por vida, como si no tuvieras suficiente con todos esos sentimientos que revolotean a tu alrededor, desordenados, impasibles como el éter. Bien pues, siguiendo esta regla que no se quien inventó, y ni siquiera conozco pero que a mi me sirve ahora como excusa, te doy las gracias, las gracias por todo.
He tenido la suerte de compartir un trocito de mi vida contigo, de hacerlo enorme, de aprender de él, de ti, de salir con quemaduras de tercer grado en algún momento y provocarlas en otro. He sentido en primera persona la soledad, la inmunidad que tiene el vacío sobre los corazones y el dolor, cual soldado en primera fila de combate. Pero a su vez, y superando cualquier expectativa prevista, he amado como jamás lo había hecho antes. No digo que lo hiciera bien, pero lo hice, lo hice con todos los poros que posee mi piel, hiciste que se dilataran mis pupilas con uno sólo de tus respiros y erizaste cada pliegue de mi alma elevándolo hasta lo más alto, lo inalcanzable.
Por todo esto, por todos los momentos compartidos, aquellos en los que nos hubiéramos clavado las tildes de las esdrújulas en las costillas para vernos sangrar en el suelo, declarándonos vencedores en una batalla de egos. Por aquellos en los que las nubes nos quedaron demasiado bajas y el limbo no era una opción para permanecer. Por todo esto, y por mucho más, gracias. Gracias por haberme ayudado en tanto, y a veces tan poco. Por ser mi apoyo en momentos que ni yo lo hubiera sido, incluso cuando mi sombra hubiera desaparecido cobarde y egocéntrica, esclava del miedo y prejuiciosa. Gracias.
Por todos los besos, los abrazos, los aquí te pillo y te hago mío, los te quiero a poca luz o deslumbrantes cual estrellas fugaces. Por todas las peleas que no terminaban, las palabras que deberíamos haber controlado, las lenguas codiciosas y los mordiscos envenenados. Por todos ellos, todos los que nos ayudaron a crecer sin miedo, a ser un poquito más fuertes y a servirnos como referente de lo que no hay que hacer, gracias. Por que sin ti no hubiera sido capaz de darme cuenta de todos los fallos, los errores, las taras que tengo y debo corregir.
Gracias también por darme cariño, por hacerme sentir especial aún sabiendo que no soy más ni menos que otro. Por sorprenderme cada día con tu dulzura, tu tozudez, tus sueños, tus miedos y todo aquello que era nuestro y siempre será. No puedo estar más agradecida, no sé como darle las gracias al destino por ponerte un día en mi camino, por bajar por las escaleras el mismo día que yo las subía. No ha habido nadie, nunca, que me provocara esa locura, esas ganas descontroladas de tirarlo todo a la borda y luego, arrepentida, divagar desconsolada a tu cintura pidiendo clemencia, perdón, una sentencia injusta a mis actos. Gracias, gracias por hacer de juez corrupto y pasar por alto todas mis delincuencias contigo.
Podría seguir dándote las gracias por tantas cosas que esto se haría interminable, como el firmamento o la luz de todas aquellas historias que quedarán siempre en el recuerdo. Así que me despido con un hasta siempre. Hasta que el destino vuelva a hacernos coincidir y tomar un café, o dos; y reírnos por todo lo que pasó, lo que pudo ser y dejamos escapar. Pero sobretodo, por saber que no podría haber sido más maravilloso de lo que fue. Brindemos por todas las madrugadas sin dormir, por el amor que derramamos, los miedos que superamos y la confianza que tuvimos.
Pero sobretodo, brindemos por que esto no quede en el olvido. Recordémonos, algún día en algún mes cualquiera, sin ninguna fecha clave y deseemonos los mejor, aquí o a cien miel kilómetros, en soledad o acompañados de otros labios.
Y siguiendo con aquella regla imaginaria que he decidido inventar como excusa para escribirte esta despedida, te doy las gracias de nuevo y te deseo, siempre, lo mejor. Nos vemos en la aurora, ¿Te atreves?