domingo, 5 de enero de 2020

Por la revolución.


Querido 2019,

Este año no t(m)e he escrito. No porque las cosas no hayan cambiado ni tuviera motivos; sino porque no estaba preparada para verme en un espejo diferente escribiendo con las mismas letras de siempre. En ese momento aún no entendía que la diferencia radica en los ojos del escritor y no en su alfabeto.

Lo cierto es que este año ha sido ha sido el año, así con artículo delante, porque dudo que vuelva a sentir la felicidad y el dolor tan crudos y reales como lo he hecho a lo largo de estos 365 días. Este año ha sido un constante aprendizaje, aunque para acertar una vez haya tenido que fallar treinta nueve. Supongo que sabiendo lo mal que llevo perder podrás imaginarte la dureza de mis latigazos en la espalda, la exigencia sobrellevada a su extremo más radical y el bucle de miedos a los que sin querer evitarlo me sumí.

Hay puertas que una vez abiertas no puedes cerrar, y si lo haces, jamás olvidas lo que viste en su interior. Y eso fue lo que pasó este 2019: que yo, tan valiente como nunca, curioseé en heridas que no había ubicado anteriormente en el mapa de mi alma, analicé con demasiado detenimiento los recovecos más oscuros de mi ego y entendí por qué a veces el corazón me tiritaba de ese modo tan famélico, tan hambriento de razón. Entendí por qué la dificultad por y para perdonarme subía los escalones más rápido de lo que mis pies eran capaces de correr, y por qué el amor siempre se volvía rutinario, predecible y llano.

Supongo que en mi vocabulario se añadieron palabras que ya conocía, pero no practicaba, y eso me llevó a romper cadenas que no veía, pero notaba encajonadas en mis poros. A deshacerme de verdades que llevaban columpiándose en mis cuerdas vocales más años de los que recordaba y, sobre todo, a perdonar desde ese rincón donde, además de los sueños, también se cuecen los miedos y las inseguridades.

Eso hice: perdoné sin justificar los actos, perdoné entendiendo al miedo, abierta en canal y expuesta, como se exponen los cuadros en una galería: a merced de todo el mundo. Perdoné a mis monstruos, los acuné y les canté una nana, agradeciéndoles su fuerza y perseverancia; pues fueron los únicos que me dieron herramientas para combatirlos.

Y creo que, de un modo casi orgánico, como si fuera lo que tenía que pasar después de la tormenta, algo brilló. No sabría decir exactamente cuál fue el momento ni el lugar, pero recuerdo como mi corazón se resquebrajó para mudar su piel por una más holgada, donde cupiera todo lo que estaba por venir. 


Sin darme cuenta empecé a coleccionar momentos que ya habían sucedido antes, pero ahora era capaz de sostenerlos de un modo diferente, no digo mejor, simplemente distinto. Empecé a querer sin miedo, y dejé de tener miedo a que me quisieran. Los matices del amor se volvieron muy poco sutiles y abracé los minutos en buena compañía. Aprendí a pedir ayuda, a pedir perdón; a pedir, sin más. Delegué, me equivoqué y no me martiricé por ello. Lloré cuando no tocaba y paré al mundo para darme 10 minutos. Dejé de preguntarme por qué no, y los “y sí…” que solían atragantarse en mi laringe se disolvieron con las risas, los cafés de media tarde y las ganas absurdas de estirarle al reloj una cuantas horas de más.

Supongo que este 2019 ha sido el año en el que mi alma ha llorado por todos los años anteriores, ha sufrido la crudeza de conocerse y ha luchado contra el mayor enemigo que se puede tener, uno mismo. Pero también es el año en el que mi corazón ha latido más frenéticamente, he saboreado aquellos pequeños momentos de los que todo el mundo habla y he pensado, sentido y actuado con la coherencia de la libertad. 





 Querido 2019,

Gracias por cerrar el ciclo.