Cuando te veo siento que el mundo se para,
congela las agujas del reloj y abre un paréntesis. En él estás tú, como
siempre. Tu habitación desordenada y más gatos de los que yo recordaba. Las
fuerzas me flaquean y me vuelvo aturdida a casa, como un soldado al que le han
desmentido el objetivo de su misión.
Me causas efectos secundarios, pues las
dudas galopan con fuerza y libertad por mis sienes. La imaginación vuela al
punto en el que no tenemos nada que temer, nada que perder, ni miedo. Y eso
siempre duele, ya que parece un punto lejano y borroso.
A veces me pregunto si esa fuerza que hay
entre los dos, eso que nos mantiene unidos a pesar que otros besen nuestros
labios y surquen nuestras piernas es una señal, o simplemente un capricho del
destino al que le gusta verme supurar los versos que no tengo tiempo a decirte
en nuestras despedidas.
Sabes que ayer me hubiera saltado el
protocolo porque tú eres la regla a la que ceñirme, el ángulo muerto al que
agarrarme y el clavo ardiente que no quema. Sabes que ayer no quería que
jugaras con mis piernas ni mi ombligo, porque sabía a ciencia a cierta que hoy
lo harías con mi alma, sin querer, sin poder evitarlo.
Me gusta que aparezcas. Verte crecer y
madurar. Verte florecer, aunque no sea mérito propio el de alimentarte; igual
que el agua a la flor, ¿recuerdas? Me gusta porque me sorprendes, y me
recuerdas que eres y que, quién sabe. Pero ayer, en ese momento entre
tu clavícula y tus labios, me sentí en casa. Y siempre da paz sentir
que alguien es tu hogar por más años que pasen, por más tiempo que corra.
Siento un impulso desenfrenado de correr hacia
ti para tomar café o descorchar esa botella de vino que aún nos queda por
abrir. Pero también siento un profundo respeto por ti, por tus decisiones y tu
persona. Siento como sin estar permaneces, y de algún modo me haces ser.
Eres kriptonita, mi talón de Aquiles y la
excepción que confirma la regla.
Gracias por hacerme escribir de nuevo;
PE.
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