lunes, 21 de diciembre de 2020

301

Apareciste como oxígeno cuando me estaba ahogando, como brújula para desmarcarme el norte, y me recordaste que no hay mejor camino que aquel que decida tomar.

En nuestro paréntesis no se paró el tiempo, ni el mundo dejó de girar. Nadie proclamó una revolución, ni volaron cohetes en forma de victoria. Fue lo que tenía que ser en el instante que lo necesitamos. Fuimos espejo: reconociendo nuestras heridas en la piel del otro, nuestras dudas sobre la mesa, y el problema. O como bien dijiste, la solución.

Siento que empiezo a descubrir aquello que me magnetiza a ti como imán al metal: tu libertad. Tus alas. Todo aquello que te aferra al lado salvaje de la vida y que yo deseo descubrir, tirarme de cabeza sin bote salvavidas y sin previsiones anticipadas. Me absorbe tu manera de mandar lejos los comentarios ajenos, que te tenga sin cuidado el qué dirán y qué pensarán. Tu locura. 

Observándote a ti descubro aquello que me falta, los huecos vacíos de mi camino, pero también el fuego que alberga mi alma y la fuerza de mis pasos. No sólo me das poder, si no que me recuerdas que ya lo tengo y me obligas a usarlo, casi como un acto de egoísmo reparador. Tu bofetada de realidad me escuece en las mejillas, recordándome que nadie más que yo decide mi destino y me impulsa para no quedarme atrás en la carrera.

Gracias por seguir siendo mi persona, mi dosis de adrenalina ante un choque anafiláctico, la sacudida que me despierta el caos de pensamientos y emociones en mi alma, y la fiesta que me queda pendiente. Le debo una a tu olor a pan recién hecho, a la espuma que flotaba en la bañera y a tu conservación en desarrollo.

Eres genial PE. 











miércoles, 22 de abril de 2020

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El dolor se sumía en mis costillas obligándome a retorcerme del mismo modo que se encogía mi corazón, hacía dentro. Jamás hubiera creído que sacaras tu lanza, afilada como los reproches, envenenada como la traición, y la clavaras en mi sien destrozándome el sentido.

No era justo que después de tantas palabras las que más me dolieran fueran las que no decías, las que callabas, las que dejabas hibernando en un algún lugar entre el ego y el egoísmo. Y yo, que había mostrado mi vulnerabilidad, que había acudido a negociar sin más estrategias que la de terminar todo esto, me encontrara en posición de jaque.




domingo, 5 de enero de 2020

Por la revolución.


Querido 2019,

Este año no t(m)e he escrito. No porque las cosas no hayan cambiado ni tuviera motivos; sino porque no estaba preparada para verme en un espejo diferente escribiendo con las mismas letras de siempre. En ese momento aún no entendía que la diferencia radica en los ojos del escritor y no en su alfabeto.

Lo cierto es que este año ha sido ha sido el año, así con artículo delante, porque dudo que vuelva a sentir la felicidad y el dolor tan crudos y reales como lo he hecho a lo largo de estos 365 días. Este año ha sido un constante aprendizaje, aunque para acertar una vez haya tenido que fallar treinta nueve. Supongo que sabiendo lo mal que llevo perder podrás imaginarte la dureza de mis latigazos en la espalda, la exigencia sobrellevada a su extremo más radical y el bucle de miedos a los que sin querer evitarlo me sumí.

Hay puertas que una vez abiertas no puedes cerrar, y si lo haces, jamás olvidas lo que viste en su interior. Y eso fue lo que pasó este 2019: que yo, tan valiente como nunca, curioseé en heridas que no había ubicado anteriormente en el mapa de mi alma, analicé con demasiado detenimiento los recovecos más oscuros de mi ego y entendí por qué a veces el corazón me tiritaba de ese modo tan famélico, tan hambriento de razón. Entendí por qué la dificultad por y para perdonarme subía los escalones más rápido de lo que mis pies eran capaces de correr, y por qué el amor siempre se volvía rutinario, predecible y llano.

Supongo que en mi vocabulario se añadieron palabras que ya conocía, pero no practicaba, y eso me llevó a romper cadenas que no veía, pero notaba encajonadas en mis poros. A deshacerme de verdades que llevaban columpiándose en mis cuerdas vocales más años de los que recordaba y, sobre todo, a perdonar desde ese rincón donde, además de los sueños, también se cuecen los miedos y las inseguridades.

Eso hice: perdoné sin justificar los actos, perdoné entendiendo al miedo, abierta en canal y expuesta, como se exponen los cuadros en una galería: a merced de todo el mundo. Perdoné a mis monstruos, los acuné y les canté una nana, agradeciéndoles su fuerza y perseverancia; pues fueron los únicos que me dieron herramientas para combatirlos.

Y creo que, de un modo casi orgánico, como si fuera lo que tenía que pasar después de la tormenta, algo brilló. No sabría decir exactamente cuál fue el momento ni el lugar, pero recuerdo como mi corazón se resquebrajó para mudar su piel por una más holgada, donde cupiera todo lo que estaba por venir. 


Sin darme cuenta empecé a coleccionar momentos que ya habían sucedido antes, pero ahora era capaz de sostenerlos de un modo diferente, no digo mejor, simplemente distinto. Empecé a querer sin miedo, y dejé de tener miedo a que me quisieran. Los matices del amor se volvieron muy poco sutiles y abracé los minutos en buena compañía. Aprendí a pedir ayuda, a pedir perdón; a pedir, sin más. Delegué, me equivoqué y no me martiricé por ello. Lloré cuando no tocaba y paré al mundo para darme 10 minutos. Dejé de preguntarme por qué no, y los “y sí…” que solían atragantarse en mi laringe se disolvieron con las risas, los cafés de media tarde y las ganas absurdas de estirarle al reloj una cuantas horas de más.

Supongo que este 2019 ha sido el año en el que mi alma ha llorado por todos los años anteriores, ha sufrido la crudeza de conocerse y ha luchado contra el mayor enemigo que se puede tener, uno mismo. Pero también es el año en el que mi corazón ha latido más frenéticamente, he saboreado aquellos pequeños momentos de los que todo el mundo habla y he pensado, sentido y actuado con la coherencia de la libertad. 





 Querido 2019,

Gracias por cerrar el ciclo.

miércoles, 7 de agosto de 2019

Hay paréntesis que deberían durar toda una vida.

Cuando te veo siento que el mundo se para, congela las agujas del reloj y abre un paréntesis. En él estás tú, como siempre. Tu habitación desordenada y más gatos de los que yo recordaba. Las fuerzas me flaquean y me vuelvo aturdida a casa, como un soldado al que le han desmentido el objetivo de su misión. 

Me causas efectos secundarios, pues las dudas galopan con fuerza y libertad por mis sienes. La imaginación vuela al punto en el que no tenemos nada que temer, nada que perder, ni miedo. Y eso siempre duele, ya que parece un punto lejano y borroso.

A veces me pregunto si esa fuerza que hay entre los dos, eso que nos mantiene unidos a pesar que otros besen nuestros labios y surquen nuestras piernas es una señal, o simplemente un capricho del destino al que le gusta verme supurar los versos que no tengo tiempo a decirte en nuestras despedidas. 

Sabes que ayer me hubiera saltado el protocolo porque tú eres la regla a la que ceñirme, el ángulo muerto al que agarrarme y el clavo ardiente que no quema. Sabes que ayer no quería que jugaras con mis piernas ni mi ombligo, porque sabía a ciencia a cierta que hoy lo harías con mi alma, sin querer, sin poder evitarlo.

Me gusta que aparezcas. Verte crecer y madurar. Verte florecer, aunque no sea mérito propio el de alimentarte; igual que el agua a la flor, ¿recuerdas? Me gusta porque me sorprendes, y me recuerdas que eres y que, quién sabe. Pero ayer, en ese momento entre tu clavícula y tus labios, me sentí en casa. Y siempre da paz sentir que alguien es tu hogar por más años que pasen, por más tiempo que corra.

Siento un impulso desenfrenado de correr hacia ti para tomar café o descorchar esa botella de vino que aún nos queda por abrir. Pero también siento un profundo respeto por ti, por tus decisiones y tu persona. Siento como sin estar permaneces, y de algún modo me haces ser.

Eres kriptonita, mi talón de Aquiles y la excepción que confirma la regla.




Gracias por hacerme escribir de nuevo; PE. 










  






jueves, 5 de julio de 2018

Aprendí de los buenos lo bueno, de los malos lo malo.

Eso era, tormenta. Un montón de gotas cayendo violentamente contra el suelo, chocando contra el pavimento, como tus caderas, rompiendo el cemento, provocando inundaciones. La fuerza de soltar todo aquello que me había asustado durante tanto tiempo. El asiento trasero del coche o el capó. Era toda la lealtad a Afrodita y la huida extrema del compromiso mientras tus dedos se clavaban en mis nalgas. Serían tus armas, tus esposas o el disfraz de policía que vestía divertida mientras mordía todas tus puntas. Todas las esquinas que me permitían clavarme con furia al deseo. Las llamadas a las 3:30 de la mañana, o los mensajes donde simplemente firmábamos con un "ahora, ya veremos dónde". Locura, eso era.