Creo que lo que me resquebrajó el alma en cientos de recuerdos fue verlo sin más, inerte y frío. Sus ojos parecían dos oscuras fosas sin esperanza alguna, de hecho, te animaban a tirarte por el hueco de sus miedos para quedarte atrapada y sin salida alguna. Su mirada era un encierro de palabras muertas, de promesas caídas en la primera línea de batalla y yo lo miraba así, perdida en los nudos de su pelo como si no hubiera mejor espera que esperarle hasta la muerte.
Creo que lo que me desbordó el alma fue verlo tan entero, tan lleno de vida y tan harmonioso como las palabras que salieron de mi boca antes de marcharme con el tiempo en la garganta. Tiempo. Tiempo que no necesitó para recomponer su corazón de lo que había sido, según sus lágrimas desechas y derrotadas en la almohada, lo mejor de tantos meses. Que tan rápido le había desaparecido la angustia que decía sentir encerrada cual preso en el pecho, que efímero fue el recuerdo de mi piel rozando cada uno de tus huecos, que fácil ha sido reemplazarme y que ingenua fui si creí que había amor.
A veces las flores dicen más que las palabras.
¿Será el amor un largo adiós que no se acaba? Vivir, desde el principio, es separarse. Amor es el retraso milagroso de su término mismo: es prolongar el hecho mágico, de que uno y uno sean dos, en contra de la primera condena de la vida.
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