sábado, 24 de octubre de 2015

Hay pecados compartidos.

Hay contratos que no se escriben en hojas, que se firman con miradas y se sellan entre caricias. Nadie puede avalar la calidad de este, ni si quiera el tiempo que estará vigente; pero que más da, para eso están. Para poder perder la cuenta de el día en que decidiste tirarte a la piscina, así, tal cual, con las manos en el bolsillo y el corazón en un puño. No se qué va a ser de mi ni de todos esos miedos que he alimentado a consciencia, dónde voy a dejarlos si no es bajo tu ombligo; y no es que quiera desviarme del tema pero... que cintura. Creo que mi mente nunca había viajado tantas veces a unos labios húmedos, fríos y gruesos. Mis piernas sólo sabían bailar el compás de tus caderas, al ritmo de tus quejidos y de todos aquellos poros que se habían quedado demasiado abiertos como para producir sensación alguna. Lo cierto es que me matan las ganas de explotarte mi deseo en la boca, que me muerdas todos los puntos cardinales dejándome aturdida y desorientada en tu cama, que me ates las premisas al cabezal de las torturas. Y aunque sólo sea una noche, mejor que lo hagamos con la luz de la mesita encendida para vernos el infinito en las pupilas, las galaxias en los pezones y toda la vida que lleva el agua entre mi humedad.



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