Era extraño. Había días que no podía sacarte de mi mente, te pensaba constante, te sentía presente, como aquel tatuaje que no ves pero sabes que está en algún lugar escondido de tu piel. Había días que me dolías, me hacías agonizar y deshacerme en materia impalpable y fría. Sin embargo, había noches en las que los mordiscos en la nuca ya no me recordaban a tus labios, tu nombre se confundía entre los de tantos otros y tu recuerdo parecía lejano, difuso e intermitente. Era extraño. A veces me sentía culpable por descubrirme a mi misma pasando página, me latigaba las entrañas ver que tus mensajes ya no me despertaban ese fervor febril y, en cierto modo, sentía como si algo dentro de mi quedara en pausa, esperando que quizás algún día alguno de los dos tuviera el valor de reactivarlo.
Los días pasaban tranquilos. Me había dejado querer todo lo que tu no lo habías hecho estos meses. Había aprendido el valor de un polvo sin amor, y del amor sin polvos mágicos. Era extraño porque fluía, porque me sentía entera aunque ya no me completaras. Sin embargo algunas noches notaba el cañón de tu pistola en mis labios, recordándome porqué tú, porqué no otro. La soga demasiado cerca, el recuerdo pegado a todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo, haciéndome testigo de cuanto te echaba de menos. Y de repente, a la mañana siguiente, silencio.
Y yo me pregunto, ¿se puede querer sin querer a alguien?, ¿se puede dejar de querer a alguien y de repente acordarte que a lo mejor aun lo haces un poco? Por primera vez en mucho tiempo soy capaz de abrazar esta contradicción, fundirme en ella y sentirme igual de bien cuando te pienso, cuando te olvido, cuando te siento y cuando tengo que esforzarme en recordarte.
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