acabo de ver que la última vez que me escribí fue un 27 de marzo. ¿Qué tendrán los 27 y cómo he podido tardar más de un año en volverte a ponerme al día de mi? Suerte que siempre me perdonas.
Como ya habrás visto estos últimos meses las cosas han sido extrañas. Todos los esquemas que tenía sobre la vida, las maneras de hacer y deshacer, los valores que clamaba y tenía como estandarte, se han derruido y me han dejado desnuda y expuesta a una realidad que aun no conocía. Tengo que reconocerte que al principio me vino grande, me asuste muchísimo, más que cuando veo películas de miedo y espíritus. Me sentía débil, perdida, inútil y me obligué a hacer aquello a lo que siempre le temí, pedir ayuda a los demás; reconocer que las cosas se habían escapado de mi control y que ya no dependía de mi. Tú que me conoces sabrás lo duro que fue sentir que el 70% de mi ser estaba formado de todo aquello que había considerado un "defecto" (y lo pongo entre comillas para realzar la estupidez del calificativo).
Pasé muchos días torturándome. Empezar a entender mis raíces me llevó directa a escarbar sobre mis miedos más primitivos, aquellos que siempre acunas y meces para mantenerlos dormidos y tranquilos, para que no despierten, para que no vivan ni acampen en tu sien. Pues verás, mis mecanismos de defensa son tan sumamente listos que no sólo les cantaban nanas para que siguieran dormidos y en silencio, sino que les había construido un muralla enorme para que nadie los molestara. Verla fue increíble. Increíblemente doloroso, obviamente. Ver que había alimentado con el mejor ganado aquello que debe afrontarse, matificarse y pulirse fue la primera prueba de que yo, igual que todos alguna vez, también había sucumbido al miedo. Y no sólo eso, sino que me había sentido muy a gusto durante mucho tiempo entre esas paredes robustas y cuarteantes.
La culpa me invadió de golpe. Cayó sobre mi de la manera más brusca posible, noté como me rompía el alma en añicos y luego pisaba los trozos para recordarme que había ido tarde. Mil preguntas pasaban por mi cabeza: ¿Si lo hubiera visto antes la relación con mi padre sería mejor?, ¿Si hubiera admitido que necesitaba amor la pareja de aquel momento seguiría ahora conmigo?, ¿Si no hubiera sido tan exigente conmigo hubiera podido ser más flexible con todo aquello que me rodeaba?, ¿Si hubiera visto antes que la perfección, el control y la razón no eran condición sine qua non para ser una persona feliz, orgullosa de si misma y fuerte; hubiera podido tomar las riendas y cambiar?... Muchas preguntas sin respuesta. Y tú que ya sabes que soy impaciente y que la incertidumbre me ahoga, podrás entender la ansiedad, el insomnio, las lágrimas y los sudores fríos que recorrían mi espalda cada vez que la culpa se movía dentro de mi, como un feto que al patalear la barriga le recuerda a la madre que sigue ahí y que no tiene intención de marcharse hasta el último de los momentos.
No sé que fue. Bueno, claro que lo sé, no voy a ponerme misteriosa. Fue la ayuda, el amor de mis amigos, los abrazos de mi hermano, compartir cama con mi madre mientras (esta vez ella) me cantaba para dormirme los sollozos. Fueron las charlas de más de dos horas con Estefanía y la repetición de estas delante del espejo. Fue empezar a llenarme, poco a poco, de cosas que me hacían feliz. Cosas simples a las que hasta ahora no había dado importancia: tomarme un café con mi mejor amiga, coquetear con alguien, abrazar (creo que es lo que más he aprendido), confiar en mis amigos, dejarme llevar, delegar responsabilidades, sucumbir al azar, retomar la guitarra y perfeccionar mi voz, decir que el año que viene no quiero hacer un máster, pedir perdón (si si, lo que oyes, yo Marina Urgelés pidiendo perdón y sintiéndose feliz y orgullosa por ello). Ver una serie que me gusta, abrirme en canal a mi ex pareja y reconocerle que le seguía queriendo, reírme con una risa agónica de las cosas más absurdas sin importarme lo que pensaran. Que ese es otro tema en el que estoy trabajando: banalizar las opiniones, los comentarios, los pensamientos de aquellas personas que realmente no son importantes en mi vida. Ya sé que es lógico, lo sé, pero mira, a veces necesitas un golpe duro para darte cuenta de que es lo qué quieres, lo que no importa, lo que no debes.
Lo que quiero decirte es que dejé de chapotear en aquellas cosas que no podía cambiar y empecé a esforzarme casi sin esfuerzo, a mejorar en aquello que de mi dependía y fluir con aquello que venía determinado. ¿Cómo no me avisaste antes que me iba a gustar tanto si lo probaba? Empece a darme cuenta que ya no era la misma persona, estaba mudando la piel, los sueños. Las alas me estaban creciendo y aunque aun no me permitían alcanzar mucha altura, poder flotar me llenaba de paz. La persona que había encontrado el laberinto no era la misma que lo había resuelto. Mis rincones más oscuros habían quedado al descubierto, bañados por una luz cegadora y ¿sabes que he descubierto? Que la luz no tiene sombras.
No sé porque ha sido ahora, en estos últimos meses. No sé si podría haber sido antes. Lo que sé es que está pasando y no puedo sentirme más feliz por ello. El objetivo, la meta final son importantes, sí, pero no más que el recorrido, el proceso. Ahora sé en qué he fallado conmigo, qué no volver a hacer y qué hacer de vez en cuando para darle un poco de chispa a la rutina. Ahora me veo entera, veo los recovecos de mi ser que nunca antes habían sido expuesto, veo a mi oscuro pasajero, veo los demonios de mi alma y les enseño cómo convivir con la inocencia, el amor y el perdón incondicional. No soy perfecta, no quiero serlo, soy un montón de cabos sueltos pero también muchos nudos amarrados con razón. Soy una mezcla de adjetivos y palabras escandalosas que envenenarían la lengua a cualquiera. Soy todo esto que conozco y lo que aun me queda por descubrir. Y estoy agradecida de ver al fin.
No sé como terminar esta entrada. Siento que tenía muchas cosas que contart(m)e y no sé si me he explicado bien (culpa mía por tardar tanto en escribirte, lo sé). Siento que no puedo resumir en estas palabras todo lo que he aprendido y descubierto. Siento que alguien que no conozco me ha dado una segunda oportunidad, el anhelo de reencontrarme con mi parte más humana y más real; y aquí estoy, rendida a ella. No sé muy bien cual es mi destino, pero el camino me está gustando mucho, aunque a veces las piedras sean tozudas, duras y cortantes; no hay herida que no sane, ni brote que no florezca.
Prometo escribirte más a menudo. Pero sobre todo prometo escribirte de progreso, evolución, del final de los miedos, de como mueren las incertidumbres y gana el amor. Prometo no dejar de reflejarme ni un segundo en esta realidad, prometo seguir extendiendo la mano para que alguien me agarre, prometo ser feliz con todo aquello que me da vida y me hace mejor persona. Y sobre todo, sobre todo prometo que nunca jamás amansaré mis miedos, aprenderé de ellos y me haré su aliada, porque pretender vivir sin ellos es igual de cobarde que cantarles al oído.
Hasta otra pequeña. Sigue siendo grande.
Nessun dorma
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