El viento entraba por mi ventana moviendo la cortina, los rayos se acentuaban con la tempestad, la lluvia era un complemento que no pasaba desapercibido. La calle estaba oscura y sólo era iluminada por los pequeños faros de las casas grises y allí estaba yo, en medio de un remolino de sensaciones, con el paraguas en la mano y las gotas escalándome la mejilla.
Los truenos eran cada vez más fuertes, cada segundo intensificaban su ruido un grado más y yo no veía más allá del oscuro horizonte. Las nubes se movían explicando viejas historias que nadie iba a escuchar. Así que cerré los ojos y escuche el relato de esas pequeñas gotas que chocaban contra el suelo creando una dulce sinfonía.
El frío empezaba a calarme pero no quería irme, la oscuridad era cada vez más negra y deseaba que me absorbiera, que me hiciera parte de ella, de las gotas que caían, del cielo casi gris, del silencio infinito. Y por mi espalda subió un escalofrío recordándome que necesitaba calor y que ahora nadie estaba bajo mi paraguas, salvo yo. Alcé la vista al cielo, intentando ver algo, intentando predecir el recorrido de los sueños que caían de esas nubes, pero era casi imposible; supongo que es como nuestro sueños, esos que no vemos pero que cuando chocan con nosotros los sentimos y dejan un rastro en el suelo marcando que han sido cumplidos.
La tempestad amainaba y ya nada me retenía allí. Sí, yo era como la lluvia o eso creía, empezaba de repente, sin motivo alguno y me iba como había venido, aun que esta vez dejaba una pequeña huella, una pequeña marca de que mi silencio había estado allí.
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